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ELMUNDO.ES | SUPLEMENTOS | MAGAZINE 411 | El club termal que emana 'glamour' y salud
Salvo una calle en Pontevedra y una estatua, ensimismada como todas las estatuas, en la isla de La Toja pocos recuerdos quedan, y borrosos, de los pasos por el mundo de José Riestra López. Le gustaba cavilar y mirarse el ombligo en largos paseos por su comarca litoral. También él era una provincia peripatética, o eso se decía: que España tenía 48 provincias y la restante era la del Marqués de Riestra. Aunque irreconocible, 100 años después de su inauguración, el Gran Hotel La Toja, que fue suyo, como la isla entera de 110 hectáreas, evoca el tamaño de su opulencia. Durante siglos, los vecinos de O’Grove explotaron la isla como lugar de pastoreo, pero cuando se descubrieron sus fangos termales pasó a ser propiedad del marqués, que construyó su templo salutífero con los oropeles arquitectónicos de una época optimista y dada a las alharacas.
El Gran Hotel Balneario de La Toja nació, como Venus, del agua, y dicen también que, como el Taj Mahal, del amor que profesaba a su segunda esposa, María Calderón y Ozores, hija de los condes de San Xoán. La memoria de aquella mujer feraz que dio ocho hijos al marqués se ha extinguido 66 años después de su muerte; pero no la del agua que está en el origen de la vida de este balneario. Hace un siglo abrió sus puertas ofreciendo un novedoso menú de baños de sal, lodos, algas y masajes. Extraño placer al que recurrían caballeros con canotier y paraguas, y señoras de pamela ancha y esplín profundo. Ellos jugaban al póquer, ellas al bridge en tardes de bochorno y de color del membrillo. Juntos hacían excursiones por la ría de Arosa y pagaban 22, 7 pesetas en régimen de pensión completa. No podía quejarse del precio La Chata, la Infanta Isabel II de España, que con apenas 20 años se había quedado viuda tras el suicidio en Lucerna de su marido, el conde de Girgenti. Rechazada por el archiduque Luis Salvador de Austria, se consoló con los toros, las verbenas, las romerías, la simpatía del pueblo y los fastos nómadas por lugares patricios, como este hotel exclusivo e insular. Aristócratas y demimondaines conformaban cinematográficas estampas de antropología de la clase ociosa de la época.
En 1916, cuando el cinematógrafo aún andaba a gatas, el Gran Hotel fue plató para Miss Ledya, donde aparecía Castelao interpretando a un pastor prostetante. Acoger el primer rodaje realizado en Galicia fue el segundo blasón para el hotel; el primero, ser la primera obra gallega de hormigón armado. Muchos años después, Pedro Masó, que se había curado del surmenage en el Gran Hotel, lo eligió para el rodaje de las series Anillos de Oro, Brigada Central y Compuesta y sin novio. La madre de su hijo Jorge no sólo se curó allí de una neumonía, sino que también concibió en este lugar a su vástago, que ya ha cumplido los 18 años.
La salud tiene propiedades genésicas, como el talento. Es probable que algunas de las mejores ideas de Ramón y Cajal, Severo Ochoa, Xavier Cugat o Salvador de Madariaga vieran la luz a este lado del puente que une la isla con la tierra firme de O Grove (palabra inglesa que refiere un bosque). Salvo el pinar virgen, los árboles endémicos de antaño fueron desarraigados y poco quedó, sino el recuerdo, de la sombra hospitalaria de castaños y avellanos; pero el jardín del hotel exhibe 170 especies en unos 10.000 m2. Más allá, el aroma espeso de los eucaliptos endulza los pulmones. Las historias, cuando son lo bastante largas, propician esas mutaciones sobre el cañamazo del tiempo.
En vísperas de la Gran Depresión, el Gran Hotel pasó a manos de Pedro Barrié de la Maza y ahora es gestionado por Hesperia Hoteles, por cuenta del Banco Pastor, que, como Fenosa o los astilleros Astano, fue patrimonio de aquel emprendedor ennoblecido por Franco en pago a su ayuda financiera en la última guerra civil.
El poder erigió el Gran Hotel y el poder buscó su cobijo en la página más lustrosa de su historia centenaria. El gran acontecimiento se produjo en 1989, cuando fue la sede de la reunión del Club Bilderberg. David Rockefeller, Henry Kissinger, Giovanni Agnelli, Lord Carrington, la Reina Beatriz de Holanda y los Reyes de España, reconfortados por el rumor de las olas y en un silencio sólo roto por los graznidos de las gaviotas, debatieron en días de «cielo azul y temperaturas cálidas» (así lo anotó el cronista de El Faro de Vigo) sobre los desafíos del mundo, mientras la isla se convertía en una caja fuerte blindada por la Policía. Conectada al continente por un solo puente, aquella burbuja veneciana aseguraba la tranquilidad de los amos del mundo. Construido en 1911, con 400 metros de longitud, el puente de cemento fue en su momento el más largo del mundo. En los primeros cuatro años del Gran Hotel los clientes debían llegar en chalanas o a pie, si había marea baja.